En el principio,,,,

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Para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, queden sin realce.

lunes, 26 de enero de 2015

EL PORFIRIATO


El inicio del porfiriato en 1877 no fue con el pie derecho; México sufría las consecuencias de las anteriores luchas armadas que propugnaban por ejercer el poder político, del reciente golpe de Estado mediante el cual Porfirio Díaz había derrocado al régimen lerdista, de periodos de inestabilidad política y del gran endeudamiento externo, además de las constantes revueltas opositoras al gobierno de Porfirio Díaz por parte de los liberales inconformes con el nuevo gobierno. La situación económica en que el Segundo Imperio y el periodo conocido como la República Restaurada habían dejado al país era precaria, los capitales extranjeros preferían invertir en otros países del continente como Argentina y Cuba, naciones en las que la inversión extranjera había tenido una apertura y un desarrollo más sostenido que el mexicano. Por otro lado, la nación mexicana se encontraba endeble y tan a la mano del vecino país del norte, cuyos deseos expansionistas crecían día con día. El mismo Porfirio Díaz afirmaba: “¡Pobre de México! tan alejado de Dios y tan cerca de Estados Unidos” (Díaz en González, 2000: 661). El proyecto porfirista fue cauteloso, puntualmente abonó la cifra correspondiente al pago de la deuda externa por concepto de un año, permitió la invasión comercial e industrial norteamericana y protegió las fronteras geográficas. Las importaciones superaron en forma significativa los capitales que México exportaba. Así, después de una amplia negociación, Díaz consiguió que Estados Unidos reconociera la soberanía nacional en abril de 1878, comenzando a ejercer una política exterior hábil, la cual encontró en Europa la contraparte a la pesada influencia norteamericana, “y buscó, sin apartarse de los lineamientos patrióticos establecidos por Juárez, reanudar relaciones con los países europeos. Así se reanudaron las relaciones oficiales con Bélgica, Alemania, Italia, Francia, España e Inglaterra y nos brotó una voluntad desmedida a lo francés” (González, 2000: 662).

Hacia finales de los ochenta del siglo XIX, el régimen porfirista comenzaba a traer la tan anhelada estabilidad al país, a pesar de que esto significase una enorme desigualdad económica y social. La reforma liberal había sido aplicada en beneficio de un sector privilegiado de la población, los bienes del clero habían pasado, en su mayor parte, a manos de antiguos conservadores, y otro tanto del capital eclesial pasó a ser propiedad de la naciente burguesía liberal y de los primeros inversionistas extranjeros.

En el caso del campo, “las ventas se hicieron, en la gran mayoría de los casos, a favor de los hacendados y de otras personas ricas de cada región: puede decirse que por entonces se aplicó una reforma agraria al revés; muchos indígenas perdieron sus tierras a favor de los hacendados” (Rosenzweig, 1994:17). Se crearon grandes latifundios que fraccionaron al país, propiedad de unas cuantas familias de caciques que poseían la mayor parte de la economía nacional.





El ideal porfiriano era el de “orden y progreso”. A través de la implementación de “poca política y mucha administración”, Díaz se planteó reivindicar el camino de la nación, orientándolo hacia la inversión de grandes capitales extranjeros, sobre todo norteamericanos, ingleses, alemanes y franceses, los cuales dieron incentivos a la economía nacional. Comenzó a explotarse la industria del petróleo y la del acero. Asimismo, la industrial textil y la minera se incrementaron y, consecuentemente, los centros poblacionales se expandieron; un ejemplo concreto de este crecimiento demográfico lo tenemos en la capital mexicana, que en pocos años duplicó su población. El porfiriato comunicó a la nación, no sólo con el extranjero, sino al interior de sí misma, el ferrocarril fue uno de los puntos nodales que posibilitaron el crecimiento económico de México en el finisecular del  XIX y en la primera década del siglo XX. A la par de la impronta ferroviaria, la creación de un sistema bancario nacional favoreció la solidez económica del gobierno porfirista.

Con Díaz llegó la modernidad, lo mismo el alumbrado público que los automóviles; el teléfono y los tranvías; las artes y la literatura europea, esto a costa del “feudalismo colonial” que imperaba en el campo. La ciudad de México se transformaba cada vez más en la metrópoli porfiriana, afrancesada hasta la médula de su burguesía, siempre a la moda, pero que no perdía su carácter nacionalista. Labelle époque, cuyo apogeo se dio en el siglo XX, inició su arribo al país de la mano de una pomposa ceguera que disfrazaba la abigarrada desigualdad social. “El fin del siglo XIX y principios del XX en México fueron tiempos de buena vida para quienes podían pagarlo. En sus palacetes afrancesados de las colonias Juárez, la antigua colonia Americana-y Santa María vivían, 'entre mármoles, marfiles y tapices', los ricos hacendados, empresarios y comerciantes que conformaban la aristocracia mexicana” (Sefchovich, 1999:171).
Dichos palacios, salones de baile y casinos convergían con casas de “mala nota”, donde lo francés adquiría otro rostro. La urbe se expandió hacia territorios inexplorados, configurando escenarios teatrales que daban lugar a múltiples idiosincrasias urbanas. Las prostitutas de burdel y las mujeres burguesas convivieron en realidades paralelas en la escena capitalina que narra Federico Gamboa en su novela Santa, refiriéndose a la fiesta conmemorativa del “grito de independencia”, que tenía lugar año con año en el zócalo y calles cercanas de la ciudad de México, en la cual cada vez más, se evidenciaba la llegada de la modernidad al paisaje urbano:
... la iluminación de la ciudad comenzaba, a tiempo que los enormes focos municipales que se mecen a las esquinas y a la mitad de la calle mezclados a las innúmeras luces incandescentes que cubrían caprichosamente las fachadas del comercio rico, y a los humildes farolillos de vidrio y papel con que adornaban las suyas los mercaderes pobres y los particulares ídem, prestaban a la metrópoli mágico aspecto de apoteosis teatral. Avanzaban los coches paso a paso, y al llegar a la esquina del Puente de San Francisco, la impenetrabilidad de la masa y la prohibición de los gendarmes, los obligó a detenerse [...] Las calles de la Independencia, a las que salieron luego de atravesar el callejón de López, también alimentaban su océano, con agravamiento de tranvías y carruajes [...] Sólo los tranvías atestados de pasajeros, de linternas de colores y de ruido metálico cruzaban ese Mediterráneo con imponente majestad de acorazados, [...] Al fin dieron con sus cuerpos, en un gabinete alto del Café de París... (1903: 99-101).
Del viejo continente llegaron las innovaciones tecnológicas, las modas y los cánones de lo que era bien visto. Lo europeo permeó la ideología de la elite porfiriana, estableciendo, como en ninguna otra parte del continente americano en esa época, los nuevos atavíos de lo que sería la “gran urbe”. Los Champs Élysées y otras tantas apropiaciones parisinas se materializaron en territorio mexicano, produciendo una metrópoli de altos vuelos con calzadas importantes como el Paseo de la Reforma y demás monumentos escultóricos de índole nacionalista, muestra del afanoso intento porfiriano por figurar en el escenario internacional como una nación moderna.
Los periódicos y revistas que “informaban” los acontecimientos importantes aumentaron. La ciudad de México, rodeada del panorama rural del Gran Valle de México, plasmado en estos años por el paisajista José María Velasco, tenía pretensiones intelectuales de tipo materialista. El positivismo porfiriano, iniciado por Gabino Barreda en los cincuenta, apelaba por un discurso más letrado, daba igual si se leía o no, los diarios habrían de circular y de difundir la cultura al mayor público posible. Incluso, nuestro mandatario, el militar oaxaqueño, hacía lo propio, sentándose en la mesa de estudio, motivado por doña Carmelita Díaz, a “cultivarse” como la gente de buena conciencia. Como lo sugiere Luis González, en los escenarios porfirianos flotaba el espíritu positivista que comenzó a difundirse en Latinoamérica a la par de los procesos modernizadores y de las nuevas tecnologías iniciados en México durante las últimas décadas del siglo XIX. Lo que era bien visto a los ojos de la moderna sociedad era la cultura, la información y la ciencia, aunque esto fuera más bien un discurso ensayado que un hábito:
La cultura superior fue aún más burguesa. Se mantuvo recluida en las ciudades mayores y en la espuma social. La mitad de los individuos con profesión universitaria habitaban, en 1900, en cuatro ciudades. De un total de 3652 abogados, 715 residían en México, 215 en Guadalajara, 170 en Puebla y 120 en Mérida. Por 1903, el número de bibliotecas era de 150, una cuarta parte estaban en la metrópoli y ninguna valía gran cosa aparte de la Biblioteca Nacional, dirigida por don José María Vigil, a la que acudían 2500 lectores. De las 45 sociedades científicas y literarias registradas en 1893, 19 tenían asiento en la capital. En cuanto a periódicos, de los 543 de 1900, 126 se publicaban en la ciudad de México (El Tiempo, El Diario del Hogar, El Hijo del Ahuizote, El Demócrata, La República, El Siglo XIX, El Monitor Republicano, etc.). Eran muchos los periódicos, muy pocos los leeperiódicos y menos todavía los lectores de libros. En 1900, apenas el 18% de los mayores de diez años podía leer, que no necesariamente leía (2000: 685).
Junto a las inversiones llegaron las artes, los vestidos, la cultura y con ello el revival fastuoso de la aristocracia. La cultura traída de Francia se convirtió en la primacía social en lo tocante a la moda y a la estética, no obstante la adecuación de los cánones franceses, lo mexicano brotó por cuenta propia, matizando y dando singularidad a la producción cultural del finisecular XIX. A partir de este periodo, México se convirtió en la nación a donde llegaban las primeras modas y vanguardias artísticas, para, posteriormente, expandirs    e a Centro y Sudamérica, adquiriendo un carácter regional, según el país a donde estas influencias llegaran.


Las corrientes artísticas que llegaron de París incorporándose a la realidad mexicana tuvieron un espíritu diferente, pues emergían y representaban condiciones sociales muy disímiles. De todas partes del continente llegaban a la ciudad de México intelectuales y artistas interesados en ser partícipes del desarrollo cultural y nacionalista que México experimentaba y que era promovido por sus gobernantes, en una aparente libertad expresiva.

El primero de estos movimientos artísticos traídos de Europa que entraron al país fue el romanticismo, iniciado en la segunda mitad de los cincuenta por el cubano José María Heredia y extendido ampliamente al interior de todos los círculos intelectuales y políticos hasta fines de siglo. Conducidos por el escritor y político Ignacio Manuel Altamirano, los intelectuales encontraron un proyecto cultural nacionalista. La novela y la poética mexicana de la segunda mitad del XIX, abrigaron a creadores de diferentes tendencias, daba igual si se era un Montes de Oca o un Roa Bárcena, las banderas políticas se dejaban de lado, ante todo se anteponía el arte y su marcado carácter nacionalista. Este resurgimiento intelectual también se dio en las artes plásticas. Hasta 1890 prevaleció el romanticismo, asumiendo discursos del clasicismo y del realismo-naturalismo, sobre todo el del campo o pueblerino, el llamado costumbrista, ampliamente desarrollado tanto en la pintura popular como en la academicista. “Un siglo como éste debe tener su arte propio, individual, que se penetre de su espíritu y de su alma [...] Nuestro arte moderno, el arte del siglo XIX, debe ser realista en la forma, espiritualista, idealista, liberal, progresivo en el fondo” (Rodríguez Prampolini, 1964, Tomo II: 204-209).

La última década del siglo XIX es una etapa de trance para la realidad artística mexicana. Con la avanzada culturalista francesa, nuevos bríos se inyectaron al panorama cultural nacional. En el campo de las letras, la literatura que preludió al modernismo latinoamericano de inicios del siglo XX fue de influencia francesa.
Las plumas de parnasianos, simbolistas y realistas como Leconte de Lisle, Víctor Hugo, los Dumas, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Balzac, Flaubert y el naturalista Zolá influyeron ampliamente a los jóvenes literatos mexicanos hacia las últimas décadas del siglo XIX. Entre los mexicanos los había románticos como Acuña, Juan de Dios Peza, Vicente Riva Palacio o Gutiérrez Nájera; o naturalistas, como Federico Gamboa. 


http://youtu.be/EA5icPNqJ0w






Despedía fragancia de violetas esa criatura,
toda mansedumbre, toda perdón, toda cariño.

Pasaba intacta por el bullicio de las grandes fiestas

como albo cisne por las ondas del estanque.

Ágil, nerviosa, blanca, delgada

media de seda bien restirada...

nariz pequeña, garbosa, cuca

y palpitantes sobre la nuca

rizos tan rubios como el cognag.

Manuel Gutiérrez Nájera


Vargas Santiago, L.A.: Féminas del palacio y del arrabal - Lecturas plásticas de la
mujer del finisecular XIX en Revista de la Universidad Cristóbal Colón Número 17-
18, edición digital a texto completo en www.eumed.net/rev/rucc/17-18/





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